Por Carlos Becco.
Desde el preciso momento que los humanos comenzaron a producir alimentos se hizo necesario “medir” lo producido. A partir de la observación y la creatividad los seres humanos desarrollaron unidades de medida que hoy nos pueden parecer curiosas pero que fueron efectivas por milenios. Las primeras unidades de longitud que usó el hombre estaban en relación con su cuerpo, como el paso, el palmo, la braza, la pulgada, el pie, etc. Estas unidades tienen, entre otros, el grave inconveniente de que no son las mismas para todos. A nadie escapan las notables diferencias que existen entre distintos pulgares, por ejemplo.
Por esta razón el hombre ideó unidades invariables. Al principio estas unidades no eran universales, cada país tenía sus propias unidades e incluso dentro de un mismo país las unidades de medida eran diferentes según las regiones. Como consecuencia del aumento de los intercambios comerciales aumentó también la necesidad de disponer de unidades de medida que fueran fijas, invariables y universales.
Los agricultores de la España mora estandarizaron un “cuenco” o “vaso de barro” (“zelemi”) de 4,6 litros aproximadamente para medir sus cosechas de trigo. El mismo cuenco servía para medir la cantidad de semilla necesaria para sembrar (a una densidad de siembra similar a la de nuestros días) una unidad de terreno de 537 m2 (“el celemín”). De esta manera lo cosechado era una expresión del potencial a sembrar en el próximo ciclo. Una lógica absolutamente natural y sustentable. El “celemín” moro es el origen del “bushel” de los “farmers” americanos.
A partir del momento que los humanos comenzaron a sembrar y cultivar sus alimentos comenzó la pasión por producir más. Esta pasión es motivo de orgullo y regocijo en todas las mesas de productores ávidos por compartir sus logros. Esta misma pasión explica y ha sostenido el crecimiento de la humanidad, nada menos.
Desde aquel momento el hombre no ha parado de medir. Con un afán inclaudicable no ha habido desafío ni territorio que el hombre no haya podido medir. Curiosamente en un mundo donde la precisión de las mediciones llega a niveles exasperantes hay un territorio donde las mediciones son controvertidas: el impacto ambiental.
No deja de llamar la atención la inmensa polémica detrás de una pregunta tan sencilla pero tan crucial como es saber que tan rápido estamos destruyendo nuestro planeta o -más contundente aún – cuánto tiempo de vida le queda a la humanidad.
Más allá de todas las controversias los humanos nos hemos dado cuenta que estamos liberando enormes cantidades de CO2 a la atmosfera. Tales excesos están provocando cambios irreversibles en el clima y -por ende- en la humanidad. Cuando se habla de “la huella de carbono” estamos hablando -precisamente- del balance de CO2 que tiene cualquier actividad humana en el planeta tierra.
Desde hace ya algunos años hay una creciente demanda global para entender y -obviamente- medir el impacto o “la huella de carbono” de ciertas actividades industriales. Cada vez más empresas invierten en medir “la huella de carbono” de su actividad. Una vez más, medir y compartir es el comienzo del cambio.
¿Y por el campo como andamos? Tal como ya lo hemos comentado en otras oportunidades la agricultura -y los agricultores- somos parte del problema. A partir de la revolución industrial el proceso de convertir materia orgánica en alimentos se aceleró exponencialmente y la agricultura se convirtió en una gran “emisora” de CO2.
Hasta hoy medir “la huella de carbono” era un cálculo complejo que sólo podía ser resuelto con la ayuda de consultores especializados: un privilegio reservado sólo para las grandes empresas. Una vez más la “revolución digital” del agro comienza a ofrecer soluciones que eran impensables hasta hace poco tiempo.
Una joven empresa marplatense llamada PUMA liderada por 2 mujeres emprendedoras junto a un equipo de reconocidos técnicos argentinos está próxima a lanzar una plataforma digital para medir el impacto ambiental a nivel lote. Con solo geo referenciar un lote y completar la información sobre el modelo productivo utilizado cada productor podrá medir su “huella de carbono” de una manera transparente, precisa y económica.
Existen además entidades certificadoras, como Carbon Group, con consultores del nivel de Martìn Fraguío y Miguel Taboada, que han logrado el aval de la FAO y están colaborando con distintas empresas y organizaciones que necesitan acreditar su huella de carbono. Con un elevado nivel académico y sólida base científica, emiten documentos que permiten validar la reducción de emisiones que se alcanzan con distintos sistemas productivos.
No hay cambio de comportamiento si no hay manera de medirlo. Peter Drucker decía “lo que no se mide, no se controla, y lo que no se controla, no se puede mejorar”. Si no se mide lo que se hace, no se puede controlar y si no se puede controlar no se puede mejorar. A partir de la medición de la “huella de carbono” se podrá comenzar a construir un mecanismo de premios y/o castigos. Hoy ya existen mercados donde se incentiva o se premian a productores que “incorporan CO2” de la misma manera que -en los países donde la agricultura esta subsidiada- comienza a imponerse como requisito para acceder a tales subsidios ciertos niveles de “huella de carbono”.
De la misma manera que los productores compiten hoy orgullosamente por superar las barreras del rendimiento no veo lejano el momento en que los productores compitan por su “impacto ambiental”. Ese día la humanidad -y el planeta- podrán mirar el futuro con otra perspectiva.
Rural – Clarín