El departamento General Roca, el más austral de Córdoba, cubre una superficie de 1,2 millones de hectáreas y se distingue por una amplia variabilidad geográfica, edáfica y climática. Al oeste, en el límite con San Luis, está la “pampa medanosa”: los suelos tienen un mayor contenido de arena (entre 75 y 85 por ciento), más pendiente, un régimen de lluvias que ronda los 750 milímetros, temperaturas extremas con un amplio período de heladas y las napas lejos de la superficie. Al este, colindando con Buenos Aires, se sitúa la “pampa arenosa anegable”: disminuye el porcentaje de arena (entre 55 y 65 por ciento), dominan las planicies, llueve unos 850 milímetros anuales, las temperaturas son más estables, el período libre de heladas es mayor y las napas están más altas.
Estos datos forman parte de un estudio que realizó la Chacra Sur de Córdoba de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid). Fue el génesis del trabajo que iniciaron 16 empresas agropecuarias de esa región en julio de 2019, para cultivar de una manera más sustentable, con el foco en el cuidado de los suelos.
“Nuestro norte es el suelo, la finalidad es ajustar los sistemas productivos con el propósito de sostener y mejorar su capacidad productiva. En conclusión, ser sustentables”, resume Rodolfo Torregrosa, gerente técnico de desarrollo de la Chacra.
Tras ese diagnóstico inicial, el paso que siguieron estas empresas que trabajan más de 30 mil hectáreas fue un estudio observacional. “La pregunta que nos hicimos es: ¿cómo es un suelo saludable del sur de Córdoba? Y evaluamos tres situaciones de uso de la tierra, una sin inclusión del maní, otra con ese cultivo y una mixta con pasturas en la rotación. Los resultados lo comparamos con un sistema prístino de referencia, para saber cuáles son los mejores indicadores de suelos tanto en lo físico, lo químico como lo biológico”, explica el asesor.
De esta segunda etapa investigativa, ejecutada a través del laboratorio que AGD servicios tecnológicos tiene en La Carlota, surgieron algunos resultados muy interesantes. Uno de los primordiales: un bajo porcentaje de materia orgánica, menos del dos por ciento, en todo el departamento.
Otro, los niveles de fósforo son bajos en el este y mayores en el oeste, probablemente por los menores rindes que arroja esa zona, pero también porque en el pasado habría erupcionado un volcán que depositó sus cenizas en esa parte de la región y elevó los porcentajes de este mineral. En cambio, en el este el mayor historial agrícola extrajo más fósforo. En tanto, también hubo otros nutrientes en los que se encendió la luz roja como zinc, boro y calcio.
Por último, quizás el aspecto más grave: una alta compactación de los suelos, lo que implica un problema para que las raíces puedan explorar en la búsqueda de agua y de nutrientes.
“En los sistemas prístinos y en los agrícolas sin maní, no se observaron problemas. En los que incluyen el maní, compactaciones entre 20 y 35 centímetros de profundidad; y en los mixtos, entre 10 y 15 centímetros”, enumera Torregrosa.
Ensayos
Según el técnico de Aapresid, que trabaja con el respaldo de expertos del Inta y de universidades a través del Sistema Chacras que también cuenta con la colaboración del Ministerio de Agricultura de Córdoba, estos resultados serían una prueba de que los suelos arenosos pueden compactarse y reducir la infiltración. “De cada 100 milímetros que llueven, están entrando sólo 65 al suelo. En una zona semiárida, no nos podemos dar ese lujo”, remarca.
De allí derivó la etapa en la que están ahora: los ensayos para revertir estas falencias, que comenzaron en otoño tras la cosecha gruesa, con dos hipótesis de “soluciones” combinadas. La primera, biológica: la inclusión de cultivos de servicio para cumplir la premisa de Aapresid de suelos “siempre vivos y verdes” que generen mucho desarrollo radicular para incrementar la porosidad. La segunda, mecánica: el uso de una herramienta de labranza de baja remoción de suelo denominada paratill: es una púa de arrastre con la que se busca romper las estructuras laminares y bloques masivos de tierra.
“Frente a esta compactación, en la historia argentina ya se demostró que un implemento mecánico no lo resuelve sólo. Lo que pensamos es pasar el paratill y automáticamente sembrar el cultivo de servicio. Una solución mecánica más biológica, una sinergia virtuosa entre ambas prácticas”, sintetiza Torregrosa.
Los ensayos se realizaron en cuatro macroambientes: oeste, transición, centro y este. En cada uno se ejecutaron dos modelos: uno, sólo con intensificación de la rotación; el otro, adicionando el paratill.
En oeste, transición y centro, por detrás de la soja, se hizo una franja testigo sólo con barbecho y luego franjas con centeno, vicia y una triple mezcla con crucíferas. Ahora se están implantando los maíces tardíos. En el este, es al revés: tras el maíz, se sembró centeno, ahora es el turno de la soja y los lotes continuarán la próxima campaña invernal con el mismo esquema que siguieron los otros macroambientes este año.
Si bien para evaluar resultados hay que esperar un mínimo de tres años, Torregrosa señala algunas tendencias relevantes. “Lo que puedo afirmar con garantía es que en el este no hubo diferencias entre el centeno con o sin paratill. En cambio, en centro y transición sí: hubo más stand de plantas, con mayor desarrollo y una productividad de 1.500 kilos más de materia seca por hectárea”, afirma.
Desde su punto de vista, hay dos factores que pueden explicar este plus: por un lado, que los rastrojos suelen enfriar el suelo; por ende, el paratill, al remover la cobertura, permite que el cultivo despegue más rápido porque se beneficia de una mayor temperatura. Por otro lado, que al mover la tierra se produce una mineralización de nutrientes que impacta en los rindes.
Encender el fósforo
En paralelo, la Chacra Sur de Córdoba lleva adelante otro ensayo vinculado a otro de los déficits detectados: el de los niveles de fósforo en los macroambientes centro y este.
En regiones con similares condiciones edafoclimáticas, hay numerosos investigadores que están haciendo análisis en base a un Índice de Materia Orgánica (IMO), que se construye en base a la siguiente ecuación: materia orgánica dividida por arcilla más limo. Un suelo en buenas condiciones debe tener un IMO de entre cuatro y cinco como mínimo. En paralelo, el umbral en fósforo es de entre 15 y 20 partes por millón, dependiendo del cultivo.
A partir de ahí, Torregrosa detalla que trazan cuatro cuadrantes: suelos con alto IMO, con bajo IMO, con alto nivel de fósforo y con bajo nivel de fósforo.
Así, en los suelos del este y centro, donde hay problemas con este nutriente, decidieron evaluar cómo responde el maíz a una fertilización química, incluso en aquellos suelos ubicados en los cuadrantes tanto con alto IMO como con niveles elevados de fósforo.
“En suelos de bajo IMO (suelo compacto) y alto fósforo, lo que buscamos corroborar es la hipótesis de que el agregado de fósforo eleva los rindes incluso en suelos con alto contenido de este mineral, pero que se dificulta la absorción por que la compactación no permite que las raíces lleguen a los poros”, menciona Torregrosa.
En cuatro lotes del centro y en otros cuatro del este, relacionados con los cuatro cuadrantes antes mencionados, la decisión fue realizar dos tratamientos: uno con 44 kilos de urea por hectárea a la siembra, que significan 20 kilos de nitrógeno; y otro con 180 kilos de fosfato monoamónico (MAP), que suma 40 kilos de fósforo además de esos 20 de nitrógeno. En ambos, se refertiliza con 388 kilos de urea (180 kilos de nitrógeno).
“En la cosecha veremos si el maíz responde o no a esas aplicaciones, incluso en los suelos con buena provisión de fósforo, pero bajo IMO”, concluye Torregrosa.
Agrovoz – La Voz del Interior (Córdoba) – Favio Ré